Cuando tenía 11 años, nos mudamos desde mi barrio de El Tardón, en Triana, hasta Palomares del Río, un pueblo del aljarafe sevillano que no conocían ni las palomas. El camino hacia el trocito de tierra, donde mis padres construyeron la casa, estaba plagado de olivos. El olor a campo y el hermoso manto verde que atravesábamos para llegar era lo único que me hacía no estar tan enfadada con mis padres.
Por separarme de mis mejores amigas íntimas, de la gallinita ciega y el elástico de mi plazoleta, de mi escalera con conversaciones y olores a guisos de mis vecinas. De la azotea con olor a ropa limpia. De mi tata y sus cuidados.
Aquel nuevo lugar estaba en medio del campo. Nunca veías a nadie, parecía un sitio fantasma, muy bonito, eso sí. Mis padres, afanados en su tarea de planos y distribución del hogar. Mi madre borraba y reorganizaba trazos. Mi padre recolocaba los primeros ladrillos. Mi hermana Marta, ajena a todo, o no, se mantenía en su carrito observándonos. Mi hermano y yo cogíamos aceitunas de los olivos que había en la finca y perseguíamos las que caían rodando por el terreno. Esa imagen la tengo conservada en mi memoria desde hace ya 38 años.
Creo que nunca me acostumbré a vivir en el campo. Yo, una niña de ciudad, de barrio, de plazoleta llena de vida. Yo, una jovencita de bares, urbanitas. Cuando me independicé, volví al barrio, a sus calles, a sus carriles bicis con peatones, a sus calles y bullas, su jaleo.
Y ahora, mujer madura que, cada vez, necesita más la tranquilidad, que reconecta a menudo con esa sensación de volver al campo, a ese hogar del que, creo, que nunca me fui. Disfruto a rabiar con los domingos de paella familiar, como el de hoy, en casa de papá y mamá, una casa inmensa que, aún hoy, sigue en pie, gracias al trabajo incansable de unos padres, ya mayores, que siguen convocando a sus hijos, con cualquier excusa.
Hoy ha tocado volver a coger aceitunas. Y me he sentido orgullosa, nostálgica. He respirado salud y felicidad.
y la paella, riquísima, como siempre.