Escribo desde mi mesa hacia la ventana y veo llover, un enero y un nuevo comienzo de año con frío, mucho para mí que voy haciéndome mayor. A mis 50 y con una herencia de huesos machacados, ya voy notando los estragos de la humedad de mi tierra, que cala hasta el tuétano. Los caminantes de la calle se apresuran bajo los paraguas al sinfín de responsabilidades que tendrá cada cual en un lunes de semana por estrenar.
El frío es también interior. En la radio, al despertar, dos noticias me han dejado helada y me han recordado la estupidez humana. Sí, lo siento, a veces las palabras no pueden expresar otra cosa que un poquito de ¿pesimismo? ¿patetismo?. Aún así, mi monólogo interior me dice, continuamente, que hay que intentar controlar el buen ánimo, incitar al positivismo, sentir que merece la pena. Vale. En ello andamos. Mejor pensar poco en un pasado que ya no existe, pero del que somos fruto. Mejor llenarse de esperanza en el futuro que estamos construyendo. Mucho mejor focalizar el presente y que el minuto que vivimos, abarque todo nuestro ser, desde nuestra cabeza llena de pensamientos variopintos y locos, hasta nuestros pies peregrinos que nos llevan a cualquier parte, pasando por el corazón que, ese sí, tiene mucho que sentir. Quizá haya llegado la era del corazón.
A lo que iba. Las dos noticias de nieve que han estallado en mi cabeza. La tregua entre Israel y Gaza y la subida al poder(como si antes no lo tuviera)del orangután, permitidme no decir su nombre. Una debe controlarse a una misma si no quiere entrar en el conflicto colectivo y la desesperanza colectiva. Y, sin llevarse a engaño, comprender lo que pasa a mi alrededor para opinar, desmenuzar, criticar y contribuir a mejorar. El estallido ocurre cuando una no comprende por más que lo quiera.
Y esto quizá sea lo que me ocurre. Una masacre, no le llaméis guerra, hacedme el favor, (exterminio de un pueblo), de 15 meses, o eso dicen de un conflicto del que se hablaba ya cuando yo era pequeña. Y ahora un alto el fuego con liberación de rehenes y presos y una cifra espeluznante, desesperante, sobrecogedora, terrorífica, escalofriante, aterradora de 47.000 asesinados, no los llaméis muertos, hacedme el favor.
Jamás. Nunca, podré entender, ni querré, las causas de este genocidio, donde los mismos que matan, se enfrentan y ponen en jaque a sus pueblos, negocian armamento, petroleo y vidas. Jamás.
Y por otro lado, el pelirrojo-rubio peligroso americano. Una persona sin escrúpulos, desafiando a la humanidad con todas sus cloacas de poder y su manida vara de mando. ¿Elegido democraticamente?
En todo este panorama para tirarse de los pelos, mi vecino Julián asoma a su balcón. Su bata a cuadros y su deambular lento me hace imaginar que aún no ha venido la chica a domicilio que les ayuda a él y a Dolores, su mujer cada mañana. Ver a mis vecinos, a cualquier hora del día, me transmite paz, detiene mis pensamientos voraces y feroces. Tan solo su presencia calma mi malestar de lo que sea. Porque el tiempo se detiene en ellos, en dos personas vulnerables que no corren porque ya no pueden ni quieren, que se paran a saludarte cuando están en la terraza, porque no entienden tus prisas, que te piden ayuda sin pensarlo y te abren su puertas para enseñarte lo que sea.
Hoy Julián solo se asoma, me saluda desde lejos y vuelve a entrar porque hace frío y llueve. Llueve sobre mojado en una calle que escupe agua del alcantarillado. Ahora es molesta, pero en verano nos alegraremos, ya vendrá la primavera, me dice a gritos, antes de desaparecer tras la cortina.
Llueva sobre mojado en un mundo caótico que nos asusta y nos cuestiona cómo hacer las cosas ante tanta injusticia y locura. Me quedo con el sentir de Julián. Ya vendrá la primavera.