Los cielos de verano se me antojan espectaculares. Me gusta mirarlos con sus formas originales y divertidas. Imaginar que subes y ves el mundo desde arriba. Infinitamente pequeña, la tierra a mis pies.
Saber que sirven de inspiración para soñar, contar, imaginar me emociona. ¿Quién no se queda fijamente mirándolo, imaginando no sé qué historias, anécdotas, deseos o sueños? El cielo, esa gran extensión azul, emocionante, tan lejana y cercana como desees.
La primera vez que lo toqué con la punta de mis dedos fue también la primera vez que volé.
Tenía 18 años. Con mi recién estrenada mayoría de edad y una situación en casa complicada, me fui a Londres. Tenía que sacar el oral del segundo curso en el instituto de idiomas.
Libertad recién nacida y vértigo supino en una sola vida de hora y media.
Llegué a Gatwick, con un maletón gris marengo y una inexperiencia en todo, parlotee todo mi conocimiento hasta dar con el autobús que me llevaría a mi pueblo, donde me recibieron Fred y Maggie, una pareja maravillosa, con un casita adosada en Wokin, a muy pocos kilómetros de Londres.
No dude un momento, no sentí miedo alguno, no me perdí.
Pasé el verano más ilusionante, desafiante e inquietante de mi vida.
En ese viaje me hice valiente. Mi valentía y yo a solas. Y conocí el vértigo de lo desconocido para el resto de mi vida.
Creo que mis posteriores vivencias no superan esa aventura.
Poco tiempo después, decidí que mi vida girara siempre cercana a mi zona de confort, familia, amigos, mis costumbres. Rodeada de aquellos lugares donde puedo ser feliz con muy poco.
Como este atardecer de una playa y un cielo veraniego, que me hace viajar solo mirándolo.
Nunca he olvidado a Fred y Maggie, esa hermosa pareja.
A mí vuelta aprobé mi examen, fui bilingüe durante un mes y valoré como nunca mi tierra.