Tenía la casa más hermosa. El suelo, de alfombras tejidas por ella misma, que cada día limpiaba con esmero. Los muros sencillos, de color adobe. La lámpara en forma de paraguas. El techo estrellado simulando una bóveda.
La escalera daba a una casa señorial, no habitada, creo.
Las ventanas daban a una calle muy transitada y céntrica de la ciudad. Allí vivía sola, desde, uf, hacía más de veinte años, tal vez treinta. Siempre asomada a su única ventana, puerta a un tiempo, cautelosa, expectante, observadora del ir y venir del mundo estresado que giraba a su alrededor, mientras ella permanecía inalterable.
Solía visitarla muy a menudo, cada día, cada semana, cuando iba al banco, al médico, a la farmacia. Teníamos una amistad no correspondida. Yo le decía buenos días, ella nunca a mí. Pero me caía simpática y su silencio me dejaba entrever el gesto de una persona sufriente, paciente, delicada, sin suerte para triunfar, pero sin miedo para seguir viviendo pese a ello. Nunca supe cómo era en realidad. Y muchas veces he imaginado si habría alguien que lo supiera.
Se llamaba Encarna, y, hasta hace algunos años, vivía en Marqués de Paradas s/n, junto al centro médico y el bar donde ponen los mejores desayunos después de una analítica de sangre.
Un día, quizá hace 20 años también, tuve el privilegio, junto a un grupo de amigos, de invitarla a un café. Ella nos contó su historia que apenas recuerdo, una historia llena de silencios, frustraciones, desengaños, algún que otro hijo…y una larga lista de títulos honoríficos de la sociedad del abandono y del fracaso.
El otro día, me apoyé en el quicio de su antigua casa, hoy remodelada con un mármol blanquísimo y brillante, para descansar, entre el desenfreno del andar por Sevilla en Semana Santa y esquivar bullas absurdas. Nada quedaba, de sus muebles, ni de su cama, solo mis recuerdos.
No dejó de parecerme contradictorio, injusto, loco, sorprenderme a mí misma, desconcertada, atónita, por el hecho de que Encarna no estuviera.
No aceptamos que la gente duerma en la calle, hasta que nos acostumbramos a verlos. Tampoco aceptamos que alguien busque en un cubo de basura los despojos, de los que lo tenemos todo, hasta que sacamos lo que nos sobra pensando que alguien se lo llevará.
Esa es la vida, y éste es el recuerdo que hoy me trae una mujer de la calle. Sé que cada vez que pase por delante de la que fue tu casa con cielo, me acordaré de ti.
Allí donde estés, cuídate Encarna de Paradas