Una hoja en blanco, separada por horas, días, semanas en un cuaderno. A veces, cuando la miro, se me antoja maravillosa. Un lugar donde escribir todo lo que puedo, debo o quiero hacer. Otras, esta rutina me resulta abrumadora, me estresa, me cuestiona, me enfada, por no haber cumplido con mis expectativas del día, del año, de la vida.
Tengo, desde hace años la costumbre de guardar todas mis agendas. La sigo usando en papel y compro la más bonita que haya en la papelería, en Septiembre como inicio de curso o en Diciembre como despedida merecida del año y anhelo del nuevo. La busco grande, de las que, después pesan en el bolso, con imágenes o frases motivadoras tipo Voy a lograr que suceda, Hoy es el primer día del resto de mi vida, Ahora es el momento, Sueña a lo grande y celebra tus éxitos…
Junto a mi agenda preciosa, en la misma papelería de barrio de siempre, vuelvo a ella aunque me haya mudado, donde me atiende una librera cuidadosa y amante de su trabajo, compro también dos bolígrafos de cuatro colores, uno, lo recordareis, el de toda la vida azul, negro, rojo y verde, el otro tonos pasteles, rosa, verde hierba, celeste cielo y morado lila.
Como una niña pequeña, llego a mi casa y escribo cualquier tontería, lo que sea, para estrenar mi auto-regalo. Mis cuadernos de todo no solo contienen obligaciones. Eso sería desperdiciarlos. Un día de vida es mucho más que el trabajo. Mi cuaderno de todo tiene citas o llamadas con las amigas, sueños por cumplir, pasos del proyecto interesante en el que ando metida, revisiones médicas, cómo no, anécdotas dignas de ser recordadas, personas con las que encuentro, una serie que estoy viendo, si he cumplido o no mi autocuidado.
Ésto último siempre está en rojo. Para que no se me olvide. Reconozco que es lo que peor llevo. Es un aspecto a repasar siempre y el recordatorio que más se repite. Sé que algún día pasará de rojo a rosa. Los colores en las anotaciones son importantes en mi cuaderno de todo.
Escuchando a una comentarista en la radio, decía que hay momentos clavados en tu retina que se rememoran una y otra vez en tu memoria, con solo escuchar una canción, o ver una flor, o percibir un olor, saborear una comida o escuchar una palabra.
A mis 48 años y en una etapa muy nostálgica que estoy viviendo, haciendo duelo de muchas cosas que van quedando atrás, solo tengo que abrir mis diferentes cuadernos de todo, alguna de mis veinticinco agendas que guardo en una caja que ocupa lugar privilegiado de mis mudanzas y leer mis palabras escritas, plaf, mi memoria se hace luz. Sean cosas buenas o no tan buenas, me gustan, me recuerdan quien soy.
Hoy, una palabra de una de mis agendas, salchicha, me ha traído el recuerdo de Chipiona y la playa Virgen de Regla.
Mi abuela cortaba el pico del mollete con una habilidad asombrosa, de modo que no se resquebrajaba por ningún sitio, pero dejaba un hueco lo suficiente grande para sacarle toda la miga de dentro. En su lugar colocaba dos salchichas franfurt con ketchup debajo y encima. Cuando yo veía tan delicioso manjar, daba saltos de alegría. Creo recordar que era mi cena favorita. Había que recuperar fuerzas después de cualquier tarde en la playa.
Lo que hemos vivido, nunca se debería olvidar. Para mí escribirlas, donde sea, una frase, una palabra, acompañarlas de una imagen, o un libro entero es sanador, reconfortante, imprescindible.
Las palabras trazan nuestro viaje